Qué fue de nuestro destino cósmico

Por DENNIS OVERBYE

La mayoría de los terrícolas que están vivos hoy no existían cuando los humanos llegaron a la Luna. Millones de ellos parecen dispuestos a considerar la teoría descabellada de que ni siquiera sucedió. Para algunos de los que los vimos, los alunizajes ahora parecen una fantasía distante, una película granulosa en blanco y negro transmitida en un proyector en el desván de nuestros cerebros.

Sin embargo, érase una vez que Estados Unidos durante algunos breves años tuvo un programa espacial digno de ese nombre. Esa Era alcanzó su cenit hace 50 años, cuando unas cuantas palabras, poéticas en su compresión, flotaron desde los cielos: “Houston, aquí Base Tranquilidad. El Águila ha alunizado”.

Por primera vez en la historia conocida del sistema solar, seres conscientes habían cruzado el espacio de un mundo a otro. Más de 500 millones de humanos —el público más grande en la historia— vieron por televisión cuando Neil Armstrong pisó la polvorienta superficie lunar. Esos pasos y ese cruce jamás podrán ser deshechos. Preservadas en el vacío lunar, las huellas de esas botas podrían perdurar más tiempo que la raza que las creó.

El aniversario de aquellos buenos tiempos, por así decirlo, llega en un momento en que los viajes espaciales han vuelto a ser parte de la conversación. El presidente Donald J. Trump dijo que quiere volver a llevar a los estadounidenses a la Luna para 2024 y una nueva generación de intrépidos oligarcas de los cohetes se ha unido a la acción.

Sin embargo, es fácil olvidar que durante las últimas cinco décadas nunca respondimos realmente la interrogante fundamental: ¿por qué queremos ir al espacio?

En 1946, el futurista británico Arthur C. Clarke citó a un filósofo chino que dijo que la búsqueda de conocimiento era una forma de juego. “Muy bien”, escribió Clarke. “Queremos jugar con naves espaciales”.

El juego rindió frutos. Si no hubiéramos dejado nuestra burbuja de aire y gravedad, jamás habríamos tenido la vista de la Tierra desde el espacio, ni alcanzado el despertar ambientalista que siguió. El programa equivalió a una década de innovación forzada que ayudó a fertilizar ámbitos de la tecnología y de los negocios, incluyendo a Silicon Valley, que apenas si existían antes. Y, no menos importante, los astronautas trajeron 382 kilos de rocas lunares, que brindaron un diario del nacimiento del sistema solar.

Pero no fue ciencia, destino cósmico o anhelo público lo que llevó a los humanos a la Luna —fue la política de la Guerra Fría. El sorpresivo lanzamiento del primer satélite, Sputnik, en 1957 por la Unión Soviética, alarmó a los estadounidenses, quienes de pronto temieron que los pitidos en cielo pudieran convertirse en bombas, y transformaron la Guerra Fría en una competencia tecnológica. El presidente John F. Kennedy sintió que no le quedaba más opción que aceptar el reto. En 1961, después de que el cosmonauta soviético Yuri Gagarin se convirtiera en el primer hombre en el espacio, Kennedy anunció que EE.UU. debería intentar poner a un hombre en la Luna para fines de la década.

Su idea tuvo una recepción tibia. Los científicos argumentaron que se debería destinar dinero a la exploración robótica.

El público no se mostró más entusiasta. Una encuesta preguntó a los estadounidenses que calificaran los programas del gobierno de acuerdo con su importancia; Apolo se ubicó en el penúltimo lugar.

En la víspera del lanzamiento del Apolo 11, el reverendo Ralph David Abernathy llegó a Cabo Cañaveral, en Florida, con un tiro de mulas y una delegación de pobres, cantando “We Shall Overcome”. Exhortó a la NASA a cancelar el lanzamiento y gastar el dinero “en alimentar a los hambrientos”.

Cuando regresó el Apolo 11, el presidente Richard M. Nixon llamó a la misión “la semana más grande en la historia del mundo desde la Creación”. Pero el programa Apolo ya estaba bajo presión. Las últimas tres misiones fueron canceladas en 1970. El último vuelo, Apolo 17, fue en diciembre de 1972.

Tras haber superado a los rusos, EE.UU. dejó la Luna con tan poco garbo como la habíamos acogido una década antes. Sin despedidas. Sin infraestructura, como una base. Nada para brindar una forma fácil de regresar. Cortamos todo contacto.

De todos modos, la ciencia continuó. En los años transcurridos desde entonces, sondas no tripuladas han visitado todos los planetas en el sistema solar; los robots han invadido Marte y telescopios revolucionaron la astronomía. Sondas lunares posteriores han descubierto agua, en forma de hielo, en la Luna —algo que uno podría beber, quizás, o descomponer para producir combustible para cohetes.

En total, 24 hombres y ninguna mujer circunvolaron la Luna o alunizaron entre 1968 y 1972. En las casi cinco décadas desde que el programa Apolo llegó a su fin, nadie ha regresado.

Actualmente, los apóstoles más duros del viejo misticismo espacial son los oligarcas de los cohetes, todos con la esperanza de hacer una fortuna con ello: Elon Musk, de SpaceX, el ingeniero que ha construido cohetes que regresan y aterrizan verticalmente; Jeff Bezos, de Blue Origin, el fundador de Amazon; y Richard Branson, conocido por su empresa Virgin y sus aventuras como aeronauta y marinero.

Llevan años tomando reservaciones para tickets espaciales. La Estación Espacial Internacional está a punto de convertirse en destino turístico —por 35 mil dólares al día, sin incluir el costo del vuelo en cohete para llegar ahí.

En fechas recientes, Musk y Bezos expresaron visiones divergentes de un futuro lejano: asentamientos en Marte, de acuerdo con Musk; o colonias espaciales, según Bezos —ciudades giratorias y cilíndricas que flotan entre los asteroides.

Incluso los primeros pasos hacia alguno de estos futuros requeriría montones de dinero cuya disponibilidad es poco probable.

La NASA calcula que el Proyecto Artemisa, el plan para regresar a la Luna para 2024, costará entre 20 mil y 30 mil millones de dólares, y los científicos temen que pueda aniquilar el presupuesto de la Agencia para la ciencia.

Aun así, no es desquiciado pensar que los humanos lleguen a Marte en la generación actual.

Ahora también sabemos que no importa qué tan bien cuidemos nuestro jardín aquí en la Tierra, las leyes de la física están más allá de nuestro control.

El Sol brillará y hará hervir los océanos en 500 millones de años, más o menos. No importa lo que hagamos, ahora o después, la Tierra se volverá inhabitable.

A largo plazo, nosotros, o quienes sean nuestros descendientes, no tendremos más opción que jugar con naves espaciales. Como dijo Konstantin E. Tsiolkov­sky, un pionero ruso del misticismo cósmico,

“La Tierra es la cuna de la humanidad, pero uno no puede permanecer en la cuna para siempre”.

Si elegimos visitar estos lugares, será por razones confusas y en conflicto. Tardará más tiempo y costará más de lo que pensamos, y nos hará resolver problemas que no habíamos imaginado.

Al igual que la historia, el destino tal vez sea algo que simplemente nos sucede mientras seguimos peleando al respecto. Mientras tanto, sí, algunos de nosotros de todos modos queremos jugar con naves espaciales.

Fecha: 19/7/2019

Fuente: Clarín