Más crianza, menos terapia: los padres del siglo XXI

Profesor, filósofo, psicoanalista, escritor y sobre todo “padre”, Luciano nos ayuda a los lectores a pensar en las crisis que la parentalidad trae consigo ante el desafío de la crianza.

Por Carlos Lezcano
Especial para El Litoral

Por Natalia Blengino
Especial para El Litoral

En la actualidad, el desborde de información nos lleva a la obtención ilimitada de datos, pero dificulta la selección del material que realmente produce conocimiento. Sabemos bastante de autismo, dislexia, déficit de atención, pero poco sabemos de lo que implica el  tránsito por la infancia, donde el convertirse en “niño” interpela los saberes que creemos que poseemos.
Temas relativos al destete, los miedos infantiles, el control de esfínteres, la angustia de separación, son algunos de los puntos consignados en el libro “Más crianza y menos terapia”, para que podamos ver a nuestros hijos con ojos de padres y no como terapeutas que debemos adaptar la niñez en función de lo esperado o lo normativo.
En palabras de Winnicott, “una madre suficientemente buena” es la que sabe satisfacer la demanda, pero también puede frustrar para lograr que en el niño se instaure algo de la falta, algo de ausencia que lo interpele a moverse a conquistar al mundo, pero cabe mencionar que en la época de este autor los padres no estaban tan obsesionados y angustiados (al mismo tiempo) por ser “el gran padre sabelotodo”.
Lutereau nos invita a desempolvar la angustia para pensar la parentalidad desde ese “no saber”, viendo a la crianza como un momento de total desconcierto que habilita a la creatividad de acompañar el desarrollo de un niño para convertirse en padre, “su padre”.
En “Todos los vientos” nos dejamos llevar por este huracán que nos produjo la nota.
—¿Por qué la palabra crianza?
—Porque la crianza tiene que ver con los hábitos tempranos, tiene que ver con los cuidados primeros de los padres hacia un hijo, y muchas de las consultas por niños pequeños tienen que ver con cuestiones relativas a la habituación, tienen que ver con esa relación tan temprana y de tanta ternura, de tanto cuidado, que a veces cuesta sostener en el mundo actual.
—Los padres nos encontramos con nuevos imperativos, por ejemplo que nuestros hijos tienen que ser perfectos y felices, por ello la parentalidad se convirtió en una exigencia de perfección, pero criar, ¿implica una cuota de angustia, no?
—Absolutamente. De un tiempo a esta parte -aproximadamente de 10 años a esta parte para fecharlo mejor- los libros de crianza o los libros para padres se volvieron “best sellers”.
De hecho, hace poco el diario Perfil -en su suplemento de cultura un domingo- dedicó el suplemento justamente al “bum”, como los llamaban ellos a los libros de crianza, y eso habla de una situación actual, evidentemente los padres están un poco desconcertados, les cuesta pensarse como padres; por eso es que estos libros se venden tanto y muchas veces este tipo de libros tratan de dar orientaciones, guías, que es -yo diría- todo lo contrario a lo que yo me propuse hacer con “Más crianza, menos terapia”.
Es justamente tratar de ubicar cómo el conflicto es algo normal en el crecimiento de un niño y que, quizás, si los padres nos animamos a fallar un poco haciendo las cosas también a nuestra manera. A veces la garantía perfecta de meter la pata es tratar de hacer las cosas perfectamente bien.
Porque eso hace que todo el tiempo estemos mirando afuera y estemos viendo cómo la hacen otros, que estemos viendo qué dicen los libros acerca de qué hay que hacer, y ese ideal de ser buenos padres no nos deja descubrir qué clase de padres somos.
—Decís en tu libro que los niños a veces son unos pequeños inadaptados y que esa inadaptación está bien también, parece que es interesante pensarlo desde esa lógica, porque sino caemos en patologías, en rotular. ¿Qué pasa con esta inadaptación de los niños?
—Es una idea fuerte del libro, de que los niños crecen atravesando conflictos, “desadaptándose” y que hay muchas cosas que parecen un problema o que generan mucha angustia en los padres, tienen que ver con cuestiones normales.
Esto es algo que en los consultorios aparece todo el tiempo, los padres consultan por lo que a ellos les produce angustia y eso habla más de nosotros como padres que de los niños. Nos cuesta tolerar, soportar, bancarnos a un chico que de repente -en determinado momento- empieza a tener miedos nocturnos. Pensamos que por ahí esos miedos nocturnos son patológicos y, sin embargo, muchas veces son procesos normales del crecimiento. El tema es ¿qué hacemos con eso? Si frente a los miedos de un niño, un padre -por ejemplo- empieza a acostarse en la cama con él, empieza a dormir con él, empieza a ceder, porque no se banca. Al ceder en extremo y no ayudarlo a generar recursos que le posibiliten hacer frente al miedo, podemos volver patológico algo que en sí no lo es.
—¿Y cómo se manejan esos límites, Luciano?
—En principio el libro va ubicando una serie de aspectos propios del crecimiento, aspectos conflictivos. Por ejemplo, el destete y los efectos del destete; donde -por ejemplo- una de las ideas que planteo es que la alimentación restrictiva que por ejemplo comían de todo y que de repente comiencen a comer un poco menos o ciertas cosas no las quieren comer; ante la angustia, los padres ceden con tal de que “coma algo”. El ceder a los deseos alimenticios de un niño que solo incorpora arroz, fideos y yogurt a su dieta es un tema investigado en el campo de la pediatría. Los padres consultan mucho por este tema.
—A veces llegan a las consultas del “no me come”.
—Exactamente. Es ese famoso “no me come”, donde eso habla más del vínculo de los padres. Porque muchas veces los chicos que en casa por ahí no comen algo, lo comen en otro lado. Entonces eso muestra que claramente la comida tiene un valor que no solamente es alimenticio, sino que tiene un valor de vínculo, tiene un valor relacional.
El tema es que el hábito se genera a partir de eso. Por ejemplo, si para que coma algo por lo menos, que es algo muy común que pase, los padres dicen “bueno, para que no se vaya a dormir con la panza vacía le damos un yogurt” y es un problema, ¿no? Porque también nutricionalmente está investigado que muchos niños comen 4, 5 o 6 yogures por día, y la verdad es que el consumo de lácteos no es lo más ventajoso para un niño.
—Pero a veces es más fácil para el adulto.
—Es lo que por ahí a veces tranquiliza la angustia del adulto, que por lo menos coma algo; pero por ejemplo, el consumo abusivo de lácteos está asociado a enfermedades respiratorias.
Entonces hay un punto ahí donde el libro está dirigido principalmente a los padres y no para decirles qué es lo que hay que hacer, sino para ubicar ciertos conflictos que son básicos, que son muy comunes en los primeros años y tratar de darles herramientas a los padres para que puedan -de alguna manera- sostener lo que implica ese tipo de angustia y que sobre todo no cedan, que no pierdan su lugar de padres.
Algo que defiendo mucho en el libro es que nadie le puede decir a nadie cómo ser padre.
La relación entre padres e hijos es muy singular; en ese sentido hay una escena típica, hasta hace unos años era muy común, para ponerle un contrapunto, digo, porque el subtítulo del libro es “ser padres en el siglo XXI”, y hablo mucho de los padres hoy en día, y una escena típica de hace algunos años es que por ejemplo si alguna otra persona retaba a un niño, por ahí el padre se enojaba y decía “mi hijo es mío y el único que lo reta soy yo”.
Hoy en día lo que uno encuentra la mayoría de las veces es que los padres esperan que los reten otros a los hijos, le dicen “si vos hacés esto mirá que se va a enojar la Policía, se va a enojar el abuelo”. Buscan meter a otro donde ellos mismos quedan destituidos de ese lugar de autoridad, y eso le da a nuestra sociedad un aspecto bastante singular; por eso una de las ideas también que yo trabajo en el libro tiene que ver con una cuestión generacional, porque está dirigido sobre todo a esos padres que tienen entre 25 y 45 años, que de alguna manera mi hipótesis, lo que yo propongo ahí, es que son padres que les ha costado mucho dejar de ser hijos; entonces son -como lo digo ahí- hijos que han tenido hijos y eso implica que les cueste mucho ocupar el lugar parental, que muchas veces queden ante sus hijos en una posición de simetría, que confundan la autoridad con imponerse, y eventualmente disputar poder con los hijos.
—Sin vínculo no hay autoridad tampoco.
—Absolutamente, por eso mi propuesta en el libro tiene que ver justamente con tratar de fortalecer el vínculo entre padres e hijos, no que los padres se defiendan de los hijos o le tengan miedo a los hijos.
—¿Y qué pasa con aquel que está poniendo límites cuando él mismo no los cumple?
—Eso es algo que se ve claramente por las nuevas tecnologías. Muchos padres quieren regular el uso de la tablet y dicen “no quiero que vea tablet tanto tiempo”, y sin embargo es muy difícil poder imponer algún tipo de ley con respecto a eso cuando al mismo tiempo uno es un adulto y tiene el teléfono en la mano las 24 horas. Estadísticas muestran que hoy en día el 70% de la población mundial lo primero que hace cuando se levanta es chequear una aplicación.
—Niños que están atravesados por la tecnología y que les cuesta mucho relacionarse y hacer otro tipo de actividades, ante la hegemonía la tablet o el celular.
—Porque también el ambiente familiar cambió mucho. Hoy en día no existe el ambiente doméstico de hace 20 años, en el que cuando llegaban las seis de la tarde se cerraba la puerta y hasta el día siguiente no se hablaba con nadie, y si alguien osaba llamar a las diez de la noche era una falta de respeto.
Hoy en día estamos todo el tiempo en comunicación con el afuera; o sea, la relación con el adentro y el afuera es mucho más móvil. Tenemos todo el tiempo el afuera adentro y los padres, en definitiva, esto no es bueno ni malo, lo que pasa es que los padres al mismo tiempo estamos bañando a nuestros hijos nos llega un audio y al mismo tiempo que estamos preparando la cena tenemos que responderle algo a alguien que quedó allá o un mail; en fin, vivimos en esa forma.
La tecnología atraviesa nuestro modo de vida, el punto no es cómo regular o modificar eso, porque no vamos a poder ir en contra de la tecnología, el tema es cómo hacer para que no debilite los vínculos.
—¿Y cómo llevamos adelante el tema de control? ¿Control es una palabra apropiada?
—Es una palabra apropiada, porque es una palabra que entra en tensión con otra palabra que es confianza.
Mi idea en ese punto es que muchas veces los padres cuando controlamos a los niños es porque no terminamos de confiar en ellos.
—Recordando que confianza es no saber todo.
—Absolutamente, que eso es más difícil. Uno pasa a buscar a sus hijos del jardín, el niño sale y le preguntamos “¿qué hiciste?”, “¿qué te dijeron?”.
—Y uno no sabe, confía.
—Es muy fuerte poder aceptar no saber sobre un hijo. Es un movimiento de acompañarlo en una experiencia, pero justamente pasa hoy en día, a partir de las tecnologías, las posibilidades de saber son más grandes. Existe la posibilidad de poner una cámara en el cuarto de un hijo y ver qué está haciendo, y yo creo que en ese sentido el problema es que el control siempre se suele hacer desde lo visual. Controlamos viendo. Controlar es ver, siempre está en un lugar en que uno puede ver y eso debilita el papel de la palabra. Me parece que el punto ahí es cómo hacer para que efectivamente los padres estén presentes, pero eso no significa ser padres que estén viendo todo el tiempo todo.
—Como padres nos cuestan muchas cosas.
—Nos cuestan un montón de cosas porque, sin dudas, este no es un mundo que sea propicio para los niños. Vos pensás que hay muchos lugares -por ejemplo en Buenos Aires esto es común-, hay departamentos que no se alquilan si es con niños, hay lugares de vacaciones a los que se puede ir pero sin niños; o sea, el mundo se volvió un poco expulsivo para los niños, los niños molestan.
En ese sentido, por eso todo el tiempo hay que estar entreteniéndolos. Ahora, entretenerlos no es lo mismo que ayudarlos a crecer; o sea, al mismo tiempo los padres que hoy en día o aquellas pareja que se animan a tener hijos, son parejas muy valientes.
Por eso digo, a los niños hay que tratar de acompañarlos mucho, no culpabilizarlos, hay que acompañarlos porque se decidieron a algo que realmente el mundo expulsa, que es acompañar a los hijos, que además ven pocas horas a sus padres.
—Y cuando los ven, los papás están agotados también.
—Y cuando los ven los padres llegan agotados, la mayoría de las personas hoy en día trabajan más de 8 horas, apenas comparten un tiempo residual con sus hijos. El tema es cómo hacer que ese tiempo sea un tiempo de calidad, que sea un tiempo valioso.
—En tu libro hay una relación sobre los berrinches y esta etapa que tiene que ver con el control de esfínteres. A veces un berrinche no es algo disruptivo o negativo, sino que también es algo propio del proceso de constitución subjetiva.
—En cierto momento la aparición de los berrinches o de las actitudes más caprichosas tiene que ver con un efecto de control de esfínteres, donde el niño después puede atravesar una renuncia a una parte de su cuerpo, porque en última instancia, en un primer momento su propia defecación es parte de su cuerpo; animarse y avanzar a la renuncia física produce en lo psíquico una mayor obstinación y eso dura un tiempo.
Ahora, siempre es muy importante para que ese tipo de obstinación o capricho se vuelva a lo que se llama berrinche, ahí importa mucho cómo los padres responden frente a eso, y ahí es muy valioso tener en cuenta qué explicarle o querer que un chico entienda cosas para las que no tiene la edad, es un problema. Por ejemplo, a la hora de retarlo: si un chico se pone caprichoso en un kiosco, yo lo empiezo a retar diciéndole que lo que hace está mal, lo estoy culpabilizando,  y si lo culpabilizo se va a poner más obstinado todavía.
En ese sentido, el retar a un niño, que es algo muy importante -yo soy de la idea de que a los niños hay que retarlos-, hay que retarlo pero también de manera adecuada. Retarlos no es proyectar en ellos nuestra impotencia.

Fuente: Diario El Litoral

Fecha: 23/6/2019