En los cordones más pobres del GBA en donde campea la miseria, la trata humana es moneda corriente. Entre sus muchas modalidades, hay tres particularmente perceptibles en determinados sitios estratégicos: la de trabajadores textiles bolivianos, la de jóvenes para la prostitución y la venta de criaturas.
Un chiste de humor negro circula entre puesteros, vecinos y compradores habituales de una de las más populosas ferias callejeras de la zona sur: “Desde un cachorro hasta una persona todo se consigue…”. Dos veces por semana, el circuito transcurre sobre el asfalto de la avenida principal. Los puesteros se instalan con sus lonas o improvisados tablones sobre caballetes. La gama de productos es variable: desde electrodomésticos usados hasta toda la gama de textiles deportivos pasando por celulares, herramientas y autopartes, estufas, tapas de inodoros, cochecitos y muebles y una infinidad de otros productos.
La feria se sitúa en una zona de densa población boliviana y peruana vinculada a costura clandestina. Muchos puesteros no son sino trabajadores autónomos que procuran hacerse de un capital mediante su autoexplotación. Alquilan un cuarto de los extensos inquilinatos propiedad de algún paisano y comprar una máquina. Se encierran en su cuarto con toda la familia a trabajar de modo de producir la mayor cantidad de prendas posible que los intermediarios pagan a precios ínfimos. Se los reconoce por su aspecto escuálido y desmejorado propio de una sola comida diaria de alitas de pollo con arroz. Solo se apartan del trabajo los fines de semana para acudir a la feria o a algún templo evangélico.
Pero un eventual problema de su frágil salud o la necesidad de enviar remesas urgidos por sus parientes les impide seguir pagando el alquiler a sus implacables paisanos. Entonces venden la máquina, primero; y a sí mismos, después. Se concentran con otros pares en una esquina estratégica los fines de semana o más sutilmente enfrente de un almacén los días laborables. Pueden ser hombres, mujeres o familias enteras. Alguien avisa su presencia y al rato llegan las camionetas 4×4 de paisanos acaudalados que se detienen y comienzan la transacción. Si esta se concreta, los interesados ingresan en el vehículo y desaparecen.
Casi siempre acaban confinados en grandes talleres para trabajar según el régimen de “cama caliente” hasta dieciocho horas diarias conviviendo en hacinadas habitaciones. Los regímenes varían en trato y grados de autonomía; pero en la mayoría de los casos, se les retienen los documentos como forma de control. A veces –no siempre- conviven con criaturas de ambos sexos entregadas por sus progenitores o por las autoridades policiales de su país.
El ciclo de su explotación no supera los siete u ocho meses. Las familias recuperan su libertad con la esperanza de volver a alquilar un cuarto y retomar la autoexplotación para acumular un capital y poder ampliar sus horizontes. Los jóvenes, en cambio, suelen ser llevados por los costureros a sus puestos de las ferias en donde cotizan como empleados de una gama variada de labores: desde asistentes de cocina hasta soldaditos de paisanos narcos o la prostitución de ambos sexos. Esta última actividad nos remite al segundo escalón de la degradación humana.
La prostitución también suele transcurrir en los aledaños de grandes arterias comerciales. Se trata de lugares precisos debidamente acondicionados y casi siempre anexos a algún bailable formal o informal camuflado por fachadas de locales comerciales. El origen de las jóvenes explotadas es diverso pero en la mayoría de los casos se trata de entregas de sus propias madres asociadas al negocio. En otros, los proxenetas realizan sutiles trabajos de inteligencia ya sea para la transacción con sus mayores o para el rapto sin mayores consecuencias pues las denuncias terminan rápidamente archivadas.
Eventuales embarazos de las pupilas pueden terminar en abortos clandestinos aunque también son muy frecuentes las concepciones inducidas por los proxenetas con fines comerciales. Los bebés nacen en las precarias viviendas de sus madres o en los inquilinatos adosados a los prostíbulos sin ser registrados civilmente. Es muy difícil, aun para los tratantes, contrariar a una madre que desea criar a su hijo, por lo que apuestan a futuro. Luego de varios años y ya nacidos otros hijos, a veces ceden y deciden ponerlos a la venta con la aquiescencia de los referentes.
El intercambio también encuentra por escenario la feria. En lugares dispuestos por los entendidos, las mujeres montan un despacho de productos textiles o comestibles con su prole comerciable discretamente dispuesta en exhibición jugando detrás suyo o alzados en los brazos de alguna parienta o compañera. Es el santo y seña de que están en venta.
Los interesados los ven, los eligen y comienza el trato con los proxenetas tratantes o parientes. La entrega casi siempre se sustancia en domicilios resguardados de la mirada pública, aunque en los barrios todo se sabe. El destino de esos niños es diverso e incógnito: desde adopciones legalizadas por funcionarios oficiosos hasta el trabajo en talleres clandestinos. No son difíciles de imaginar desenlaces más macabros.
Fecha: 2-4-2019
Fuente: Clarín