Una preocupación milenaria del hombre fue procurarse la comida de cada día y conservarla, ya que su vida transcurría entre momentos de abundancia y escasez. Casi fortuitamente fue descubriendo formas de conservación. Una de ellas es la fermentación, proceso a través del cual algunos vegetales, leches o carnes, en presencia de acción microbiana, transforman su matriz y adquieren nuevas características físicas, sensoriales, mayor palatabilidad, estabilidad y un conjunto de nutrientes y componentes benéficos para la salud y nutrición.
Más allá de la connotación que reviste la palabra “alimento fermentado” para algunos, se trata de un genuino proceso de agregación de valor. El yogur es probablemente uno de los ejemplos vivientes más antiguos de fermentación y en el cual aún la transformación industrial sigue replicando los mismos procedimientos artesanales de siempre: fermentos, temperatura y tiempo transforman la leche de origen en un producto más estable y bacteriológicamente seguro, facilita la tolerancia a la lactosa, se producen proteínas (péptidos) con acción en varios procesos fisiológicos, se mejora la biodisponibilidad del calcio lácteo, y finalmente, contribuye con la funcionalidad de la microbiota intestinal. Este último es otro término que también concita atención últimamente.
Muchos elementos y comportamientos de la vida cotidiana conspiran contra el mantenimiento de una microbiota saludable y diversa: ya mencionamos los partos por cesárea y la lactancia reducida; a ello se suma el uso exagerado de antisépticos, el uso prolongado o muy recurrente de antibióticos, el celo excesivo por la pulcritud o la no presencia o cercanía de mascotas, la vida puertas adentro; todos factores (la teoría de la higiene) que restan exposición a bacterias inocuas y necesarias.
Pero un gran capítulo de una microbiota saludable y diversa tiene que ver con cómo la alimentamos: una dieta plena de hortalizas y frutas (no menos de 600 g por día), legumbres, granos y cereales integrales (unos 100 g diarios en peso crudo) y alimentos fermentados (yogur, queso, chucrut, kéfir entre otros) no deberían faltar en la alimentación cotidiana. Algunas guías alimentarias actualmente ya prescriben que al menos una de las raciones de lácteos que se recomienda consumir diariamente debería ser yogur, común o con probióticos, como una manera práctica de asegurar una dosis de bacterias vivas, seguras y benéficas a través de un alimento que convierte en funcional y más saludable de lo que ya es per-se la leche que le da origen. Todos estos temas y consideraciones adquieren notoriedad en los tiempos actuales. Según la última, reciente 2da Encuesta Nacional de Nutrición (Ennys), 41% de los niños en edad escolar y 68% de los adultos tienen exceso de peso; a la vez que (según la UCA) 13% y 29% de los niños (menores de 18 años) tienen inseguridad alimentaria severa y total respectivamente.
Cara y ceca de la misma moneda
La misma Ennys informa que el 68% de la población (mayor de 2 años) no consumió al menos una fruta diaria en los últimos tres meses; 62% de la población no consumió verduras al menos una vez al día y 60% no consumió leche, yogur o queso en la misma referencia (una vez al día). En la misma línea que la Ennys, desde Cepea hace unos pocos meses presentamos los datos de una también reciente encuesta (ABCDieta) en 11 grandes ciudades urbanas de Argentina, en población infantil y adulta de todos los niveles socioeconómicos, hallando que, excepto el grupo de niños menores de tres años, dos tercios de la población de más edad tienen una baja calidad de dieta (pocos nutrientes esenciales y exceso de azúcares, sodio y ácidos grasos saturados por unidad de calorías ingeridas).
A partir del tercer año de vida, la calidad de dieta se vuelve gravemente crítica y nunca recupera niveles adecuados. Cuatro resultaron ser en ABCDieta los factores decisivos para la retracción de la calidad de dieta luego del tercer año: menos yogur y leche, menos frutas, más harinas y más azúcares (en especial gaseosas y jugos). Si bien toda la dieta se resiente luego del tercer año, quien más termina perdiendo calidad de alimentación es la microbiota: bajas cantidades de yogur (casi únicos alimentos fermentados en nuestra dieta) y también bajo aporte de fibra (legumbres, granos, cereales integrales, hortalizas y frutas). La brecha alimentaria de esos grupos de alimentos (diferencia entre lo que se come y lo que recomiendan las guías alimentarias) se ubica en un promedio de 70% (solo se consume un 30% de lo recomendado). De tales magnitudes, todas en el orden de al menos unos dos tercios, es el tamaño de la deuda social alimentaria de nuestra Argentina, en particular en nuestros niños.
Una dieta global de buena calidad es la clave para enfrentar la epidemia de obesidad y enfermedades crónicas y una microbiota saludable y diversa es sostén de aquella calidad de dieta. Evidentemente, la dieta de la población en general y de los niños pobres es particular, pero sobre todo su microbiota, se encuentra en una real situación de emergencia social y reclama una saludable revolución alimentaria.