Por Gustavo Noriega
El autor es periodista y crítico cultural.
Nota publicada en infobae.com
La pregunta “¿Cuándo se jodió la Argentina?” tiene varios supuestos implícitos. Indica que el dato que dice que el país se arruinó a partir de un punto determinado debería aceptarse sin más discusión; que la Argentina era una cosa y dejó de serlo; que merece ser otra, más parecida a la Argentina que lo que la Argentina es; que hay una disociación entre lo que los argentinos son y lo que el país es, con un punto de quiebre y una posible solución a partir de eso. Presupone algo especial en la Argentina que no la hace merecedora de lo que terminó siendo. Confieso que esa sociología exprés, generalista y superficial, no me atrae demasiado. Por varias razones, pero una en particular: el nacionalismo implícito.
Todo lo que huela a excepcionalismo debe ser mirado con desconfianza. Hago habitualmente un ejercicio para evitar caer en esa suerte de nacionalismo. Elijo un país que pueda resultar ajeno y común al mismo tiempo, para reemplazar gentilicios y ver si las afirmaciones excepcionalistas tienen sentido o mueven a risa. Por ejemplo, busco un país occidental pero no tanto, europeo pero no de los más desarrollados, nada culturalmente alejado como lo sería un país africano o asiático. Pongamos por caso, Bulgaria. Un país de Europa del Este, que atravesó el comunismo y que salió de él y sigue su marcha arreglándoselas para no salir demasiado en los diarios del resto del mundo.
Ahora sí, al ejercicio mental. Imaginemos que paseamos por las calles de la capital de Bulgaria, Sofía, y vemos en las vidrieras de una librería (suponiendo que pudiéramos entender el idioma) un libro escrito por un reconocido científico búlgaro que se llame “El cerebro búlgaro”. Escupiríamos de la risa la bebida que estuviéramos tomando en ese momento, seguramente. O que se escriban varias notas con el tópico “En qué momento se jodió Bulgaria”. ¡Qué disparate! Párense frente al espejo y traten de decir sin reírse: “¡Bulgaria está condenada al éxito!”.
Por supuesto que las recurrentes crisis económicas argentinas y su impacto directo en la cantidad de habitantes que viven en la pobreza tienen todo el aspecto de no ser inevitables y que la potencialidad del territorio y de sus pobladores sugiere un país menos inestable. Sin embargo, si uno mira los grandes números (disponibles en data.worldbank.org), apreciará que en los grandes logros de la humanidad de la posguerra, como mayor expectativa de vida, menor mortalidad infantil y creciente adquisición de derechos, entre muchos otros, Argentina no está a la zaga, al menos de sus vecinos territoriales, con quienes comparte curvas similares. Lejos quedó el sueño de convertirse en Australia o el quinto lugar en las riquezas del mundo, como se suele recordar, allá hace aproximadamente un siglo. Argentina no cumplió ese destino disparatado y se amoldó a uno más sudamericano, más acorde a los hermanos de la región. Hay algo de racismo implícito en la pretensión de ser más que ellos. La demanda debería ser, apenas, no ser menos, respetar las normas y crecer, como lo han hecho Chile, Uruguay, y hasta Paraguay y Perú, países a los cuales los argentinos miraban por sobre el hombro hasta hace un par de décadas.
La pregunta “¿cuándo se jodió la Argentina?” tiene la cualidad ambigua de los test de Rorschach: cada uno puede aceptar la premisa y poner el contenido que más le guste. El golpe del 30, el golpe de 1976, el 17 de octubre de 1945, las invasiones inglesas, cuando Juan D. Perón echó a los Montoneros de la Plaza o cuando los llamó la juventud maravillosa. Alguno o más de una puede estar en lo cierto (todas al mismo tiempo seguro que no), pero yo sugiero humildemente que la ignoremos y que nos pongamos como objetivo la normalidad. Ser un país de mitad de tabla, apuntando a que cada uno haga lo suyo de la mejor manera posible, que las instituciones funcionen, que la Justicia juzgue y condene, y el comerciante pueda vender sus productos, que el policía nos cuide y que el profesional ejerza lo suyo sin diversificar su atención en miles de cosas. Clases en las aulas, lectores en las bibliotecas y niños en las plazas. Libres de un Estado sobreprotector, pero libres también de grandes ideas, de enormes y paralizantes melancolías por lo que pudo ser y no fue.