Discriminación y desigualdad

Los gobiernos saben que el sacrificio del confinamiento se tendrá que repartir de manera desigual.

El ambiente empieza a cambiar acá en Europa. El mood, como decimos en inglés, mejora. Estamos pasando de la fase zoológico a la fase safari. Tras dos meses enjaulados, nuestra esfera de movimiento se ha ampliado. A ver cuánto dura.

El tiempo dirá si el coronavirus ​retrocede y pierde fuerza o si está preparando otra ofensiva, quizá, como muchos científicos prevén, en octubre.

Hay razones para confiar que estaremos en mejores condiciones para repeler el asedio. Con toda la información acumulada los médicos sabrán calcular mejor qué pacientes se beneficiarán en qué momento de qué tratamientos. Una vacuna disponible para todos queda lejos, sin embargo.

Los médicos y los investigadores científicos lo tienen difícil pero su meta es clara. Hacer todo lo que el conocimiento humano permite para evitar que la gente muera.

Los gobiernos lo tienen más complicado. El factor médico no es el único a tomar en cuenta. A ellos se les suman cuestiones morales y económicas. Hay al menos tres elementos que deben poner en la balanza: salvar todas las vidas posibles ante la agresión del virus; asegurar que el sistema médico se mantenga en pie; y evitar la destrucción de la economía, lo que también significa salvar vidas.

Suponiendo que los dos primeros elementos estén cubiertos mejor que cuando nos sorprendió el asalto, la gran cuestión será si se recurrirá una vez más al arresto domiciliario masivo como estrategia principal.

¿Se volverá a pedir el espíritu de solidaridad que se ha exigido a la totalidad de la población durante esta primera invasión viral? Si algunos sufren todos sufriremos, ha sido la consigna. Si algunos somos vulnerables al virus todos, incluso los que no lo somos, compartirán las consecuencias. Todos nos encerraremos en casa por igual. No habrá discriminación.

El problema es que el virus sí discrimina. Y menos mal. Si matara a chicos y jóvenes al mismo ritmo que a los mayores y a los que padecen ciertas enfermedades previas esto sí sería la versión moderna de la plaga bubónica. La humanidad correría el riesgo de la extinción. Este virus es injusto pero tan, tan malo no es. Afecta a un sector reducido de la población. La estrategia hasta ahora, comprensible y quizá científicamente acertada, ha consistido en sacrificar a todos.

Difícilmente se podrá seguir con el mismo plan si el virus sigue al asedio hasta que pasen los cuatro o cinco años que se necesitan, según la OMS, para mandarlo de vuelta a casa, al hígado de un murciélago chino. Si se repite la misma estrategia de confinamiento masivo hasta el feliz día de la liberación estaremos condenando a una o a dos generaciones a la ruina y estaremos destruyendo una forma de vida ajena al concepto del distanciamiento. El homo sapiens es un animal social y en los países latinos, más.

Los gobiernos conocen el peligro que se corre porque poseen más datos que los ciudadanos. Y saben, mejor que nosotros, las cifras reales del virus. Saben que existe una desproporción enorme entre el daño que el virus puede causar a gente de más de 70 años y menos de, digamos, 50. Y deben saber, aunque les duela enfrentarlo, que para evitar el máximo número posible de muertes y destruir el mínimo número posible de vidas tendrán que discriminar.

El sacrificio del confinamiento se tendrá que repartir de manera desigual, no en función del género o del color de la piel sino en función de la edad.

Lo tienen complicado porque las palabras “discriminación” y “desigualdad” poseen connotaciones nefastas. Los gobiernos van a tener que demostrar mucha valentía para agarrar el toro de los cuernos. Se les podría ayudar.

¿Cómo? Dos posibilidades. La primera, un referéndum, un recurso útil cuando los gobernantes sienten que carecen de la autoridad necesaria para elegir el camino a seguir. En este caso el referéndum no se celebraría con la participación de todos. Se discriminaría. Se limitaría al sector de la población más vulnerable al virus, a la gente grande. La edad exacta de los que pudiesen votar se podría discutir pero, por ejemplo, los mayores de 70. La pregunta sería algo así como, ¿usted estaría dispuesto/a someterse al confinamiento a cambio de que el resto de la población pueda recuperar la libertad, el futuro y la vida?

Si, digamos, dos tercios de los viejos dicen que sí, el gobierno se libra de la carga moral de ser el que les priva de su libertad. Si una clara mayoría responde que no, ahí el gobierno lo sigue teniendo complicado pero se les haría será menos difícil decirle a los jóvenes: “Mala suerte, chicos: están jodidos”.

OK. Un referéndum es mucho pedir. Pero si no un referéndum la otra posibilidad sería que los abuelos y las abuelas hicieran causa común de manera voluntaria y alzaran la voz a favor de sus hijos y sus nietos. Que formen un frente de ancianos y declaren, “¡No en mi nombre!”.  Éste fue el título de un artículo escrito por un blogger español llamado Carlos González. Se define como “abuelo, pediatra y escritor” y escribió el 27 de abril, tras unos 40 días de confinamiento, que sentía vergüenza.

“Si me hubieran propuesto, como una especie de pacto con el diablo: ‘si encierras a tu nieto durante mes y medio, alargaré tu vida en unos años’, yo jamás lo habría aceptado… “Y ahora, hijo mío, te pido perdón. Era yo quien tenía que haber afrontado cualquier peligro para salvarte, y lo hemos hecho al revés. Sin pensar, acepté renunciar a la libertad a cambio de la seguridad; sólo que la seguridad era la mía, pero la libertad era la tuya”.

Algunos dirán que el Dr. González peca de simplismo. Pero en algo acierta. Ya ha habido discriminación, desigualdad e injusticia. A favor de los viejos. Es bueno cuidar a los viejos. Es bueno también cuidar a los jóvenes. Cuando vuelva el virus a la carga con toda su artillería, si es que vuelve, habrá que pensar en discriminar de nuevo. Pero esta vez al revés.

Fuente: https://www.clarin.com/opinion/discriminacion-desigualdad_0_TzYUBQABJ.html