Llego a la Universidad Hongik de Seúl, entro sin anunciarme y bajo a la biblioteca: atravieso salas con centenares de cubículos de madera como un gran panal donde el 15% de los alumnos duerme con el torso derrumbado sobre sus brazos. Uno se distingue del grupo: delante tiene un mini-atril con un libro abierto, cual una partitura (no es el único con atril). Lo singular es que “lee” con los ojos cerrados, sosteniéndose la cabeza a duras penas con un puño en la barbilla. Es decir: no estudia pero mantiene la pose.
He venido aquí en busca de una foto que imaginaba difícil: un alumno cansado por el sacrificio radical que se le exige en Corea del Sur. Y ha sido fácil: en minutos encontré decenas de jóvenes durmiendo, incluso en clase. Al del atril me le acerco por atrás y el click de la cámara lo despierta de un sobresalto: mira a los lados, como atento a que su madre no lo haya visto y grite desde la cocina “¡Te estoy viendo!”. Imagino su respuesta: “Te juro que estudiaba”. En el Este de Asia las madres tienen el comando de la educación.
Sin embargo, en esta sala no hay cámaras, madre ni celador: cada quien está por su voluntad durante horas -algunos se ponen chinelas- e incluso toda la noche si rinden examen por la mañana. Un dicho popular dice que “un alumno que duerma más de 5 horas por noche no cumplirá el sueño de entrar a una de las tres mejores universidades”.
La foto salió fuera de foco pero tengo a mano decenas de estudiantes durmientes. El chico del atril en desgarrante lucha interior, lleva adentro a su propio carcelero que vigila desde una torre central psíquica, parecida a la de aquella cárcel panóptica del siglo XVIII donde el filósofo Michel Foucault vio la metáfora de las técnicas del poder en la sociedad de la Revolución Industrial, marcada por una sobreexplotación incluso infantil.
El filósofo surcoreano Byung Chul-Han -cuyos breves libros son éxito mundial- escribió el ensayo La sociedad del cansancio, cuya tesis es que el capitalismo post Guerra Fría ha logrado interiorizar la vigilancia laboral, instalándola en la cabeza del trabajador. Desde el momento en que se hace coincidir la idea de trabajo con la de libertad -apelando al “tú puedes” en lugar del “tú debes”- el concepto de explotación se positiva y muta en auto-explotación voluntaria, impulsada por la idea de realización y progreso individual, ante la seductora promesa de un hiperconsumo: la estructura coactiva se oculta tras la aparente libertad del individuo. Pero este “sujeto de rendimiento” entregado al éxito sigue disciplinado, en tanto se explota ya sin otro límite que la resistencia misma del cuerpo. Lo hace dentro de una oficina -o en la calle- con una productividad mayor a la de la sociedad disciplinaria, hoy devenida en “sociedad de rendimiento”.
Ese soldado corporativo global que ama su trabajo termina -muchas veces- corriendo en el aire hasta agotarse, como en una rueda de hámster. Por eso, dice Han, las enfermedades del siglo XXI no son bacterianas -derrotadas por los antibióticos- sino neuronales: síndrome de burnout -o cerebro quemado-, pandemias de estrés y depresión.
El sujeto de rendimiento surcoreano tiene una de las jornadas laborales más extensas del mundo, puede sufrir guarosa -muerte súbita por exceso de trabajo- y casi no ve crecer a su descendencia: llega tarde a casa e invierte gran parte del ingreso en la educación de su hijo. Si se siente fracasar, al haberse diluido la idea de explotación en la convicción del trabajo como fiesta y fin último de cada acto de la vida, en lugar de rebelarse, el sujeto se deprime y colapsa por recalentamiento neuronal: Corea del Sur tiene la tasa de suicidios más alta del mundo desarrollado.
Según Han esto no es exclusivo del Lejano Oriente sino mundial. Hemos pasado de la biopolítica que sujetaba los cuerpos a la cadena de montaje en la sociedad disciplinaria -un celador con mirada panóptica lo veía todo y sancionaba- a una psicopolítica que interioriza el control, invisibilizando la explotación: no hay ya un otro a quien culpar. Uno es amo y esclavo de sí mismo, víctima y verdugo: “si no produzco y crezco lo suficiente, me declaro inútil, me flagelo y aplico una pena autoimpuesta”.
En paralelo, surge para Han un nuevo tipo de panóptico digital que ofrece visibilidad total con una mirada ya no directa ni analógica, sino con infinitas perspectivas virtuales: todos controlamos a todos desde cualquier lugar. La novedad es que en este panóptico nos sentimos libres y cooperamos en su construcción: es un lugar agradable que nos permite ser vistos. Funciona por voyerismo y exhibicionismo: seremos alguien con influencia, según el nivel de reconocimiento de nuestra exposición digital. “Twitteo, luego existo”, dice Han actualizando a Descartes.
Exponemos cada detalle de nuestra intimidad e ideas políticas (los servicios de inteligencia reciben su trabajo en bandeja). Nos vamos desnudando online y el amor Tinder resulta positivado también, quitándosele todo riesgo negativo de la herida. El otro se convierte en objeto de consumo y descarte: resulta sencillo e indoloro pasar de uno a otro, en una oferta infinita: el sujeto de rendimiento narcisista e individualista solo puede amarse a sí mismo, y termina sólo y deprimido. El sexo sobreexpuesto pierde el erotismo del ocultamiento: se ve todo y deviene en porno. “Exhibición pornográfica y control panóptico se compenetran”, dice Han. La torre de control central ha desaparecido en esta red sin centro donde terminamos siendo nuestro propio panóptico interior: el smartphone suplanta a la cámara de tortura de la novela 1984 de Orwell. Allí confesamos todo y el Big Brother muta en Big Data.
Las tecnologías digitales adosadas al cuerpo como potenciadoras métricas del rendimiento, tienden a borrar la distinción entre ocio y trabajo: el smartphone y la laptop hogareña convierten a todo tiempo y lugar, en un momento y un ámbito laboral continuo: nada improductivo valdrá la pena, al tiempo que se retroalimenta la adicción digital con videogames que también se profesionalizan: ya casi se vive, solo para trabajar. Esto sucede, desde hace tiempo, en el Este de Asia. Y hacia allí parece ir el mundo. Aquel estudiante en su celda de madera con puertas abiertas, haciéndose creer si mismo que estudia, ha aprendido la principal lección: exprimirse hasta desfallecer. Porque el verdugo vigila desde adentro. w *Coautor con Daniel Wizenberg del libro Corea, dos caras extremas de una misma nación. Ediciones Continente.
Julián Varsavsky es escritor y periodista. Co-autor, con Daniel Wizenberg, del libro “Corea, dos caras extremas de una misma nación”, Ediciones Continente.
Fuente: Clarín
Fecha: 22/9/2019