Los encuentros suelen acordarse a través de aplicaciones de citas. Participan muchas personas en largas sesiones de sexo potenciadas por el uso de drogas sintéticas (GHB, metanfetaminas, mefedrona), en las que los cuidados para evitar enfermedades de transmisión sexual quedan muchas veces en un segundo plano. El chemsex (sexo químico) ya es considerado un problema de salud pública en Europa y pone en alerta a médicos de Argentina y el mundo.
“Hay que interesarse mucho en esto porque es un tema social que está matando a los jóvenes de manera muy rápida”. La advertencia cerró la exposición a sala llena del francés Vincent Pelletier, director general de Coalition Plus (una red internacional de más de 100 organizaciones contra el sida y la hepatitis), durante el Simposio Científico de Fundación Huésped, en Buenos Aires.
Pelletier tiene 53 años y hace más de 30 es activista por los derechos de la comunidad gay y de las personas con VIH-sida. “El tema del sexo y las drogas es una vieja idea, no es de ahora. Pero en la actualidad tenemos una crisis bastante diferente”, afirma y destaca que cobra especial relevancia ante “la nueva ola de infecciones de VIH y de muertes en Europa y otros lugares del mundo”, especialmente en hombres que tienen sexo con hombres (HSH) jóvenes, entre quienes la práctica de chemsex es mucho más frecuente que en la población general.
Entre los factores que propician la difusión de la “cultura chemsex” (que cuenta con espacios, vínculos sociales, prácticas, rituales y música particulares) intervienen la “democratización del acceso a las drogas”, posibilitada por la disminución en el costo (en dos años, el precio del crystal meth bajó de 250 euros a 150 por gramo, y un gramo de catinonas cuesta 18) y por la “amazonización” de esas sustancias que se adquieren con facilidad por internet, dado que su formulación muta con frecuencia permitiendo así evadir los controles (es frecuente su comercialización como “sales de baño”, “euforizantes legales”, “abono para plantas”).
A eso se le suman dos fenómenos en crecimiento en los últimos 10 años: la masivización del uso de smartphones y de las aplicaciones de geolocalización “que hacen mucho más fácil la organización espontánea de eventos privados, de orgías y la circulación de los productos adentro de estos encuentros” y de los viajes low cost. “Es muy fácil ir a Berlín, Barcelona o París por un fin de semana y tener una orgía en un departamento con 20 personas que no se conocen. Eso no era posible hace 20 años, cuando los pasajes costaban 300 o 400 euros”.
El director de Coalition Plus no habla desde la pacatería, el conservadurismo, ni la condena a la práctica, por el contrario, subraya la necesidad de poner la mirada sobre un fenómeno en plena expansión desde el enfoque de la reducción de daños.
“Es una práctica muy común. Tenemos que verla, saber que existe. No se puede prohibir, no se puede decir ‘no uses drogas’ o ‘no mezcles’, porque eso no funciona. La guerra a la droga es un fracaso total. Si no funciona para el usuario común de droga, no va servir tampoco para el usuario de drogas en contexto sexual. Hay que informar más que prohibir. Informar puede ayudar a usar los productos de la manera que se pueden usar”.
Tras definirse como políticamente incorrecto, dice que “los usos no siempre son problemáticos”. “Pero se puede caer en un uso problemático muy fácilmente, ya sea por error de dosificación (especialmente con el GHB) o por factores psicológicos o psicopatológicos. Y la transición puede producirse a gran velocidad: en pocas semanas se puede pasar de no consumir nada a SLAM, esto puede ocurrir muy rápido con consecuencias profesionales, familiares y sociales muy importantes”, advierte.
Las consecuencias de la síntesis de sustancias elaboradas clandestinamente son imprevisibles y pueden llegar a ser letales, apuntó durante su exposición Silvia Cortese, médica del servicio de Toxicología del Hospital Fernández. “No hay control de las pastillas que se venden por ejemplo en las fiestas electrónicas. Esto hace que las pastillas de éxtasis muchas veces estén contaminadas con catinonas (tienen un efecto muy parecido a las fenetilaminas), pero tienen un tiempo de inicio de acción mucho más lento y esto hace que el usuario, al desconocer que no está consumiendo éxtasis, pueda consumir mayor cantidad de pastillas buscando el efecto”.
“Es una tendencia que se está viendo a partir de Europa, pero en todo el mundo está empezando a aparecer. En los últimos años creció el interés por ver qué está pasando con esto fuera de Europa”, lo que se evidencia en el aumento de artículos sobre el tema en las revistas científicas, afirma Diego Salusso, infectólogo del Sanatorio Güemes.
En Argentina “no está estudiado el impacto que pueda llegar a tener. Seguro no es el que tiene en Europa, pero podría tenerlo en un futuro: los jóvenes van cambiando, el uso de drogas es dinámico, es algo a lo que habría que prestar atención y estudiar más“, añade.
Por el momento, a nivel local “no es todavía un problema de salud pública”, sostiene Cortese, quien es titular de la Subgerencia Operativa Atención Integral de Adicciones a Drogas porteña. “Acá es mucho más fuerte la presencia de cocaína. El uso de catinonas y de anfetaminas de diseño se da en contextos muy reducidos, así como el uso de un precursor del GHB.”
“La cocaína a veces se combina con otras drogas típicas del chemsex o con el sildenafil (viagra) para potenciar un poco más y eso puede llevar a mayor riesgo de infecciones de transmisión sexual”, coincide Salusso.
El año pasado, el médico encabezó un trabajo basado en una encuesta anónima difundida a través de redes sociales y desde el portal de Fundación Huésped para tener una primera aproximación general al impacto del uso de drogas en relaciones sexuales dentro de la población de Argentina. Fue respondida por casi 3.000 personas (casi un 70% mujeres y un 30% hombres, con diferentes orientaciones sexuales, pero la mitad eran mujeres heterosexuales).
Sólo el 13,4% del había escuchado alguna vez el término chemsex y un porcentaje similar había ido alguna vez a algún lugar de encuentro sexual casual. No obstante, casi 4 de cada 10 admitieron utilizar drogas durante las relaciones sexuales: casi el 80% tenían entre 19 y 35 años, el 28,8% eran HSH, el 22% mujeres bisexuales, el 15,2% mujeres homosexuales, el 13,4% hombres heterosexuales y el 8,5% mujeres heterosexuales.
Los profesionales acuerdan en que es necesario realizar un estudio de campo representativo destinado a conocer la prevalencia local del uso de drogas en contexto sexual, que permita identificar grupos en mayor riesgo, qué sustancias se están usando, cuál es la vía de uso y qué problemas de salud tienen asociados.
La perspectiva, afirman, debe ser la de reducción de daños: preguntar sobre el tema y ofrecer información sin prejuicios en el consultorio. “Hay algunas drogas que interactúan con el tratamiento antirretroviral en personas con VIH, si el médico pregunta, puede cambiar de fármaco para evitar el efecto adverso”, ejemplifica Salusso.
Entre las medidas para reducir daños, Pelletier incluye: romper el aislamiento de quienes consumen drogas en contexto sexual a través de grupos de conversación y de una línea directa en la que se pueda pedir ayuda en caso de sobredosis, fácil acceso a material sobre sobre riesgos y buenas prácticas, una oferta de salud adaptada para evitar infecciones (“el preservativo en esos momentos es muy secundario y sólo la PrEP puede parar la infección por VIH y se debe hacer seguimiento de otras infecciones, como la sífilis), además de un cambio en las leyes (“no sirve de nada ser represivo, el consumidor de drogas no es un delincuente”).
Otra de las prioridades es capacitar a la comunidad médica: “Si hay desconocimiento sobre el tema de las drogas en general, sobre este tema en particular hay una ignorancia absoluta”, concluye Cortese.