Desde el psicoanálisis es posible interpelar muchos de los nuevos imperativos de la “corrección política” de última hora. Protocolos moralizantes en torno a lo sexual, niños sobremedicados y un rol materno que se sigue sacralizando sin medir las consecuencias en los hijos, entre otros temas fundamentales a la hora de pensar las relaciones, están presentes en esta charla con Alexandra Kohan, psicoanalista y docente de la Facultad de Psicología de la UBA..
Los imperativos recaen en cómo hay que amar, desear, decir (finalmente desde muchos lugares distintos nos dicen cómo hay que vivir). Son modos que van instalando prescripciones y moralismos. Y generan una ilusión permanente de que se podría alcanzar la felicidad o minimizar los efectos indeseados -imposibles de anticipar- de un encuentro amoroso o sexual. Son imperativos que después se traducen en un intento constante por protocolizar las relaciones. Se pretende que se sabe acerca del amor, del deseo, del cuerpo. Se rechaza el inconsciente y se pretende que uno es transparente para sí mismo. Que uno coincide consigo mismo todo el tiempo; no se permiten las vacilaciones, las incertidumbres: todo el tiempo se le pide al otro que sepa lo que hace, lo que dice, lo que piensa y lo que quiere. Creo que se pretende vivir con garantías permanentemente. Me parece que todo eso podría subsumirse en un imperativo mayor que sería el que dicta que no hay que sufrir bajo ningún aspecto. Por eso también crece de manera preocupante y desmesurada el consumo de ansiolíticos y otros psicofármacos sobre todo en los más jóvenes. Porque vivimos una época en que el sufrimiento o la angustia se patologizan constantemente. Hay un rechazo a cualquier manifestación de afectación de los cuerpos, rápidamente se echa mano a calmantes que lo único que producen es la suspensión momentánea de algo que va a volver indefectiblemente.
Hay un imperativo en cuanto a los hijos también ¿no? El de ser feliz por ejemplo que supongo se vincula a la medicación temprana…
Sí, todos los que trabajamos en salud sabemos que los niños están sobremedicados. Es muy triste, porque se les impone un paradigma muy normalizador. Algunas escuelas son responsables de ello y rápidamente citan a los padres indicándoles consultas psicológicas cuando, muchas veces, esas consultas no son necesarias. Desde ese paradigma de normalidad se estigmatiza a los niños señalándolos como “problemáticos”. El niño a veces es un estorbo para los adultos, y desde ahí se intenta acallar cualquier manifestación, cualquier inquietud. Por otra parte, se escucha mucho “hay que madurar, hay que ser adultos”, etc. Y esa exigencia está incluso dirigida, muchas veces, a los niños. También es notable la intolerancia al aburrimiento. Pero es una intolerancia más de los padres y adultos que de los niños. Los niños tienen menos problema con el aburrimiento que los grandes, sabemos que el aburrimiento es una usina de invenciones, pero muchas veces se aplasta esa posibilidad. Otro imperativo es la idea de que “hay que disfrutar”, siempre.
¿Cree que hay una sacralización del rol materno?
Sí, absolutamente. Todavía nos falta para que podamos desacralizar a la madre, que no es estrictamente la persona sino la función, una posición (de hecho, hay padres en posición de madres). Coincido en que esa sacralización es un claro componente patriarcal. En esa sacralización se invisibilizan ciertos gestos que no son muy proclives al cuidado de los niños sino, más bien, a arrasar con sus derechos -por mencionar un clásico: el modo en que son tomados como rehenes en las separaciones-. La potencia o el poder de las madres -insisto: la función- es algo que siempre estuvo ahí. Tenemos que aprovechar la intensidad que han cobrado actualmente las luchas de emancipación para ocuparnos también de eso y para que no quede todo reducido a cambiar esencializaciones viejas por esencializaciones nuevas.
Y en cuanto a esto de “estar del lado de bien” ¿coincide en que es una suerte de axioma impracticable pero tranquilizador?
Coincido, sí. Es, antes que nada, un tranquilizador. Hay en algunos una división pueril del mundo entre el bien y el mal que se cuela en los discursos bienpensantes, en lo que se da en llamar “lo políticamente correcto”. Es gente que vive creyéndose que está del lado del bien, que no está dispuesta a revisar sus prácticas. Se erigen en lugares de superioridad moral. Son personas que no están dispuestas a pensarse, a interrogarse; que ponen la crueldad siempre afuera, siempre del lado del otro. Lo que creo es que lo otro de la moral no es lo a-moral sino la ética. Y asumir una posición ética implica ser consecuente con lo que uno sostiene, con lo que uno dice. Ser consecuente no implica no tener contradicciones sino todo lo contrario. Para mí una posición ética es asumir las propias contradicciones y ponerlas a trabajar, es asumir las propias opacidades e intentar hacer algo con eso. En cambio, las posiciones moralista dogmáticas, con las que no hay nada que discutir, se pretenden sin contradicciones, sin agujeros. Se pretenden dueños de sí mismos y dueños de un saber absoluto.
Alexandra Kohan es psicoanalista y docente regular de la Cátedra II de Psicoanálisis: Escuela francesa, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Es Magíster en Estudios Literarios por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Colabora habitualmente en Revista Polvo, Revista Invisibles y otros medios. Publicó recientemente el libro digital Psicoanálisis: por una erótica contra natura, en IndieLibros. Desde esta perspectiva crítica, aborda cuestiones espinosas de la relación entre “género”, “psicoanálisis”.